27 mars 2017

No es sólo una plaza

“EL tiempo también pinta”, decía Goya. Se refería a la pátina que acaba poniéndosele a las pinturas viejas, eso que  los gitanos del Rastro llaman  “época” de una manera tan mercantil como poética. Las cosas con época tienen en general un valor añadido del que carecen aquellas recién nacidas o acabadas de sacar del molde. Llevando la frase de Goya un poco más lejos, diríamos lo mismo de casas, bronces, estatuas, hierros, monumentos, ciudades. 

La Plaza del Grano de León es una de las más bonitas de España. Con su aire provinciano, recoleto, agropecuario, podría ser de cualquier siglo y cualquier parte: en cuadro y con unas casas viejas más o menos artríticas, unos torcidos soportales, una fuente carolina en el centro, a la que sombrean dos altos árboles, una ermita y... poco más. Bueno, sí: un pavimento único, el que precisamente le da a toda ella su carácter excelso.  Ese pavimento es ahora causa de enconado litigio. Por un lado, los municipales, tratan de acabar con él levantándolo y corrigiendo sus jorobas para evitar, dicen, resbalones, tropiezos, descalabros; y por otro, miles de vecinos en pie de guerra. Estos, con harta experiencia en alcaldadas y embustes se niegan con ejemplar tesón, defendiendo su derecho a recordar en nombre de las hierbas. ¿Qué hierbas? Las pequeñas, sin nombre, milagrosas, espontáneas que crecen en las llagas de esos cantos rodados, y que proporcionan al conjunto de la plaza un aire secular y ese misterio gótico que tienen los milagros de antaño. En cuanto desaparezcan las hierbas (sustituidas por cemento) acabarán con su misterio, que es como decir que acabarán con su poesía. 

Sucedió hace algunos años con aquella maravillosa Alameda de Hércules en Sevilla, que tenía el pavimento de albero. En verano se regaba y subía de la tierra frescor y perfume inigualables. Sucedió también con el viejo Museo romántico de Madrid. Lo primero que se cargaron con su reforma fue la pátina, o sea, el romanticismo. Alguien hizo un gran negocio. En tal lugar talan unos árboles, en aquel otro desvían un río o tiran un viejo caserón, y aquí acabarán con la Plaza del Grano, que nada les ha hecho. Y llegados a este punto, sólo cabe la clásica pregunta de novela detectivesca:¿a quién beneficia el crimen? La respuesta adecuada explicaría grandes cosas.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 26 de marzo de 2017]
 

16 mars 2017

A vueltas con los hechos

La Era que ahora se inicia tal vez acabe resumida en sólo dos palabras, improvisadas por una desconocida consejera del presidente de los Estados Unidos. Cien sesudos profesores de teoría política, cien maquiavelos, cien genios no habrían dado con ellas así se  les hubiese encerrado en una espelunca a pan y agua. Esa gloria sólo le estaba reservada a Kellianne Conway. En el transcurso de una enconada conversación televisiva con un periodista, que acusaba al secretario de prensa de Trump de haber mentido sobre el número de asistentes al juramento del Presidente, la señora Conway acabó perdiendo los estribos: “Si nos vamos a referir en esos términos a nuestro secretario de prensa, creo que vamos a tener que replantear nuestra posición en este programa (...) Él lo que hizo fue presentar hechos alternativos. No hay manera de contar exactamente las personas de una multitud”. El descubrimiento de tal concepto es de la misma naturaleza que el del famoso huevo de Colón, con la importante diferencia de que este, además, descubrió América. 

No hay un solo populismo, y derivados tóxicos, que no esté fundado en hechos alternativos, que es como decir en el desprecio de los hechos o el ascenso de la ficción a categoría dorsiana. 

Hasta hoy los hechos alternativos eran exclusivos de la literatura. El “final feliz” de una novela es un hecho alternativo, porque todo el mundo sabe que las cosas de esta vida no sólo carecen de sentido, sino que además suelen acabar mal. Y cuando acaban bien, la gente prudente baja la voz, por temor a despertar la envidia de los dioses, y dice: “No acabo de creérmelo”. Tal es el secreto del éxito de las novelas. Pero se equivocan quienes piensen que el concepto de “hechos alternativos” fue mérito sólo de la señora Conway. Estaba en el ambiente. Cuando  Tarantino hace una película sobre Hitler en la que se cuenta que este no se suicidó en su búnker, sino que murió a manos de un poeta de Hollywood (por aquello de la justicia poética) que le revienta los sesos con un bate de béisbol, está presentado hechos alternativos, y abriendo el camino más terrorífico de todos, el de no saber qué es real y qué es ficción. De ahí a que esta sociedad se vista de supermán y se lance por el balcón, sólo hay un paso. Lo estamos dando.

   [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 12 de marzo de 2017]

Aforismos

Hace unas semanas nos enviaron de El Cultural a unos cuantos un cuestionario sobre aforismos. El reportaje acaba de salir. Ver enlace. Aquí va el mío completo.

¿Qué es un aforismo?
Si es bueno, un atajo, el camino más corto entre la poesía y el pensamiento. O también: la punta de un iceberg.
¿Por qué escribes aforismos y desde cuándo?
Todo el mundo hace aforismos desde niño, aunque no sea consciente de ello, por lo mismo que hablamos en prosa.
¿Cuánto se tarda en escribir un aforismo? ¿Tiene algún método (elegir un tema o una idea, desarrollar un chispazo de inspiración…)?
Lo que dura un relámpago. Cuando dura más, malo. Hay aforismos que se hacen con manivela, como los buñuelos de viento, en efecto.
La novela cuenta, el ensayo explica y la poesía sugiere. ¿Qué hace el aforismo?
Ilumina, como el relámpago, un breve instante, en medio de la noche.
¿Cuáles son los ingredientes de un aforismo perfecto, si es que existiera?
No lo sé, pero sin misterio vale poco.
Si aceptamos que las RRSS han popularizado la literatura, ¿qué beneficios le presta y qué inconvenientes le confiere a un género como el aforismo?
No estoy en las redes sociales, pero pasará con ellas, supongo, como en todo, que habrá tontos y listos. Los tontos se conformarán con aforismos de tontos y los listos buscarán otra cosa. En proporción poco simétrica, porque listos no hay muchos nunca.
¿Cómo diferenciar un aforismo de un verso con carácter sentencioso? ¿Pueden ser lo mismo?
A veces lo son: “Verdad es belleza; belleza es verdad”, sin ir más lejos.
¿Un aforismo debe ser atemporal?
Todo lo que es quintaesencia de conocimiento y experiencia es intemporal, incluidos los churros y los buñuelos.
¿Un aforismo subjetivo puede convivir junto a un aforismo impersonal?
¿Es que hay aforismos que no sean subjetivos? Cosa muy diferente son los axiomas. Van por caminos diferentes a veces al mismo sitio.
¿A quién hay que leer para ser un buen aforista?
A los poetas, empezando por Nietzsche. Pero, claro, eso tampoco garantiza llegar a parecérsele.
¿Qué no es un aforismo?
El que dice lo mismo del derecho que del revés, como los calcetines. Pero hay excepciones, como en el citado verso de Keats.


13 mars 2017

Novelar la política.

SE inicia hoy una publicación, el asterisc*, promovida por  Rosa Díez, Andrés Herzog y otros colaboradores, militantes, simpatizantes y amigos, como es mi caso, de UyPD y cuanto ha representado y representa en la política española.
Este es el escrito con el que ha querido uno contribuir a una publicación tan necesaria como    oportuna, a la que deseamos lo mejor.
* * *
A menudo debemos a nuestra apretada vida cosas que el desahogo y la tranquilidad de una existencia rutinaria no siempre nos conceden. De no haber mediado razones profesionales, no cree uno que se hubiera embarcado en la relectura de los Episodios Nacionales de Galdós. A cierta edad han de medirse los esfuerzos y calibrar el brío, y los episodios son muchos episodios, exactamente cuarentaiseis, unas trece mil páginas, que únicamente la gracia, el humor, la inteligencia, lengua y maestría de Galdós logran hacer que parezcan la mitad, sin importarnos tampoco que hubieran sido el doble. En ellos Galdós nos da su primera lección: la gran Historia está mechada de pequeñas historias, los hechos relevantes no se entienden sin otros menudos, el personaje imponente y arrollador sin el contraste al lado del pobre hombre, apenas se entendería; don Quijote sin Sancho no sería nada, y esto Galdós, uno de los lectores más atentos que haya tenido Cervantes en España (no hay novela suya en que no lo homenajee de manera explícita o solapada), lo sabe bien.

A menudo se pregunta uno, ¿y esto cómo lo contaría don Benito? Cuando los tenistas hablan de “leer el partido” que están jugando, se refieren a una cualidad que no todos poseen, una especie de intuición que les hace sobrevolar sobre sí mismos para tener una visión completa. Exactamente la que le habría gustado tener a Frabrizio del Dongo, el protagonista de La cartuja de Parma, que participó en la batalla de Waterloo sin comprender, hasta que esta no acabó, que había intervenido de ella.

Nosotros somos parte de una novela que no cuenta aún con su Galdós, su Stendhal o su Tolstoi (más cierto es que a menudo estamos tentados de creer que la escribió hace años Valle-Inclán, junto a otros esperpentos suyos).

Sabemos, no obstante, que la realidad es siempre bastante más pícara que el arte, como diría Galdós, y que acontecen en ella cosas que ni el más osado de los novelistas se atrevería a poner en su novela, para no desacreditarse.

Cada vez que aparece Artur Mas en la televisión, me abismo en imaginarle escenas y situaciones acordes con su mandíbula y su gestualidad. Lo vi alguna vez de cerca en las entregas del premio Nadal, del que soy jurado, pero he tenido la suerte de no haber tenido que saludarlo nunca. No así a Yordi Puyol (licencias de novelista). En una ocasión, el año que lo gané yo, no tuve más remedio que darle la mano. Tras proclamar el fallo del jurado, era costumbre llevar al ganador como en volandas  a la mesa donde había cenado el President, invitado de honor en esas galas del Nadal. Le tendí la mano y aunque al principio no se levantó, lo hizo a continuación, sin soltármela. No me la soltó hasta no acabar de contarme lo que estaba contando a sus compañeros de mesa en el momento en que me llevaron hasta donde él se encontraba. Estaba hablando de algo de los váteres (sic) de su casa y el agua catalana que se podría ahorrar a los catalanes y a Cataluña si se les proveyese (a los váteres) , como había hecho él en los de su casa, de un dispositivo específico para aguas mayores y menores (sic). Hablaba de aquel asunto con pasión y seriedad propias de un gran estadista al que nada humano le es ajeno, y duró su minuciosa explicación, váter va váter viene, lo menos cinco minutos de reloj, ante el asombro de quienes nos rodeaban (algunos de los cuales se pusieron igualmente de pie, mientras otros, el alcalde de Barcelona y el señor Lara, mi editor, seguían sentados)… Recuerdo que yo trataba de vez en cuando de recuperar mi mano, pero aquel hombre de corta estatura la tenía tan bien sujeta, que ante el menor indicio de emancipación, cerraba sus dedos sobre ella como un cepo. Yo iba pensando, sin que el asunto de los váteres me atrapara del todo: “Acaban de darme un premio literario y este hombre, a quien no conozco de nada, al que no tenía la menor idea de que fuera a conocerlo y al que probablemente no vuelva a ver en mi vida, me está diciendo que Cataluña se ahorraría no sé cuántos millones de hectólitros si los váteres catalanes dispusieran de un botón para aguas mayores y otro para aguas menores…”. Cuando finalmente se decidió a tirar de la cadena, se despidió de mí arrojando mi mano lejos de la suya, y diciéndome: “Así que, joven (yo andaba por los cincuenta años), ¿ha escrito usted una novela? (Iba a responderle, pero no me dejó). Bien, bien, bien, me alegro. Que tenga usted suerte”. Y acto seguido se sentó, pero no tiró de la cadena, porque siguió con el turrón de los váteres catalanes, ante un auditorio de lo más sumiso y complaciente.

Yo como novelista no hubiera podido imaginar una escena como esa, ni siquiera como imagen de lo que estaba sucediendo en Cataluña en el reinado de aquel Napoleón local, complacido en parir frases inmortales cada dos minutos ante un séquito que se las celebraba, con semblante perpetuamente risueño, antes de que las pronunciara. En el caso de que se me hubiera ocurrido aquella escena, nadie la hubiera creído real. Y el hecho de que hubiera testigos no significa nada, pues este es un detalle irrelevante: los testigos a menudo son los más olvidadizos, y llegan a testificar lo contrario de lo que han oído o vivido, unos por mala fe, otros por mala memoria, y la mayoría por mala novelería.
El conocimiento de los chanchullos económicos de la familia Puyol y el hecho de que se le haya sorprendido como a un robagallinas, ha desbaratado en unos pocos años la colosal imagen que se había construido de él en Cataluña y con el tiempo, cuando el futuro Galdós haga la crónica de su vida, parecerá uno de esos pobres diablos tanto más inverosímiles cuanto más reales.

A su lado los Artur Mas o Francesc Homs no pasarán de ser meras comparsas (no digamos Carles Puigdemont), aunque acaso la vida les reserve a todos ellos papeles aún más deslucidos en la opereta. Ayer mismo Mas y Homs se despidieron del Tribunal Supremo que los juzga por desobediencia a las disposiciones del Tribunal Constitucional con una frase (“La sentencia tendrá efectos que marcarán las relaciones del estado español y Cataluña”) que la mayor parte de los periódicos han interpretado como una amenaza, cuando acaso sólo sea un ruego desesperado: “Condénennos, por favor; el proceso lo necesita”.

Lo que vaya a suceder a partir de ahora será de lo más novelesco, porque hemos llegado a un punto en el que el novelista (o sea, el futuro) puede escribir cualquier cosa, y cualquier cosa es posible, pero la probabilidad de que esta novela se cierre como un esperpento es, a día de hoy, muy grande. Que Artur Mas haya ido ayer a Oxford a decir que quiere que Cataluña sea como Dinamarca, es la prueba, y uno de esos actos fallidos de los que habla el psicoanálisis. Porque lo ha dicho el día en que empieza en Barcelona la causa del Palau que permitió a políticos independentistas robar a mansalva para la construcción de la nueva patria catalana, dándole la razón: su Dinamarca no es la actual, sino aquella que Marcelo, un meritorio de Hamlet, hizo inmortal: “algo huele mal en Dinamarca”.

¿Ha sido, es, será un problema esta pestilencia para los independentistas catalanes? No parece. Carmen  Martín Gaite se refería con mucha gracia a todos aquellos que se muestran encantados “oliendo su propio pedo”, y a quien fue su marido, Sánchez Ferlosio, oímos por primera vez la no menos figurativa expresión “peer en olla”, tan acertada para describir declaraciones y actitudes populistas y nacionalistas.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí? No me refiero en Cataluña. Hablo sólo de este artículo. Los novelistas saben que a menudo las tramas van por su lado, sin obedecer maldito su deseo, haciendo lo que quieren. Y el recuerdo de aquel momento estelar en mi vida, atrapado por la mano de Jordi Pujol (a quien devolvemos ahora su verdadero nombre), debería haberle puesto a uno sobre aviso. El camino de los líricos váteres pujolianos hasta esas dos frases escatológicas no ha sido precisamente un camino de flores, como tampoco lo ha sido el de quienes empezaron robando a Cataluña hace treinta años para poder acabar diciendo “España nos roba”, que es adonde querían llegar. Esa novela está pidiendo a voces un don Benito.

6 mars 2017

Un par de zapatos

HA tenido uno que tirar a la basura su mejor par de zapatos. Eran de una piel excelente, ennoblecida por betunes de gran calidad y el cuidado que dispensamos a tesoros que tememos perder por demasiado expuestos. Les evité en lo posible lluvias, lodos y malos caminos, pero cuando tuvieron que arrostrar unas y otros se condujeron con una lealtad y abnegación propias sólo de servidores ejemplares. Me llevaron por medio mundo y de no haber sobrevenido un hecho insólito, habría creído que durarían otros veinte años. ¿Qué ha sucedido entonces? 

En 1886 Van Gogh pintó dos botas viejas, deformadas por el uso, pero cargadas de significaciones simbólicas y sentimentales. Tituló su cuadro “Un par de zapatos”. A esa pintura dedicó Heidegger un conocido ensayo sobre la obra de arte. El filósofo las creyó de una labradora, pero esta atribución errónea no desvió el tino de sus intuiciones. Hoy sabemos que las botas eran del propio Vincent, y nos conmueve el amor, el cuidado, la delicadeza con que las retrató, pues de un verdadero retrato hablamos. No hubiera puesto Van Gogh en el de un príncipe o una joven más amor, cuidado y delicadeza: reconocía pintándolas todo lo que les debía, todo lo que le acompañaron cuando, tras días duros de trabajo y de inclemencias, a la intemperie, las dejaba junto a su angosto lecho. Allí habían de parecerle dos viejos gatos tan desvalidos y reumáticos como él, dándose compañía, lo más humano en aquel cuarto de pensión barata.

El primer zapatero remendón al que llevé los míos, lo advirtió: “Yo le pego la suela, pero no servirá de nada”. Acertó. El segundo, un hombre de ciencia, dio la explicación adecuada: las suelas de goma del calzado actual están  sujetas a una obsolescencia programada, y llegado el momento, los polímeros se desintegran.  ¿Y cosiendo, acaso, como se hacía antiguamente, antes de que hubiera polímeros en el mundo? Vea usted, mis zapatos están nuevos, imploraba. Nada que hacer. Ha sido la nuestra una despedida tristísima. Sentí vergüenza por no estar a la altura de los servicios que me habían prestado, y puedo asegurar que antes de darlos a la basura, mis zapatos me miraron fijamente, como ese perro fiel y leal al que su dueño va abandonar con manifiesta cobardía en una carretera solitaria.

    [Publicado en el Magazine de La Vanguardia el 5 de marzo de 2017]

4 mars 2017

La martingala

La fortuna de las metáforas depende de su plasticidad, y aunque pocos hayamos visto un choque de trenes, hasta un niño puede llegar a representárselo con asombrosa exactitud. Quizá por ello esta metáfora ha sido recurrente desde hace cinco años en el proceso soberanista catalán, pero no ve uno que esté siendo bien utilizada.
Hay un tren, desde luego, y maquinistas y pasajeros, incluso rehenes, pero no habrá choque de trenes, porque para que fuese así tendría que haber dos trenes, y aquí sólo hay uno. Esto no obsta para que ese tren se precipite ciego contra los topes de la estación final, y chocará en breve. De eso no hay duda, y a tenor de la aceleración exponencial, el impacto va a ser de los que hagan época.
¿Y no habría modo de evitar el choque? Probablemente no. El primer error de los sucesivos maquinistas de ese tren independentista ha sido creer que los trenes pueden dejar a un lado raíles y trazado y en “una huida hacia delante” reunirse con la Historia, en la Gran Cita. Tampoco sabemos si ha sido error o sólo un cálculo interesado presentar al Estado como otro tren, lanzado contra ellos (“España nos roba”, etc.). La ventaja para los independentistas de hacer figurar en la escena dos trenes que circulan por la misma vía y en sentido contrario, es doble: se hace creer que Cataluña y España son dos formaciones diferentes y soberanas con igualdad de derechos (circular por la misma vía), pero asimétricas (a España, un convoy bastante más poderoso, sólo le bastaría la inercia de su marcha para llevarse por delante cualquier obstáculo). Esto les permitiría seguir victimándose, porque es fácila das  mumuraciones, lanzandoen a un lado cabemos de saber si lo que se nos estpremola virtudmalvadas  mumuraciones, lanzandoenl suponer quién llevaría la peor parte en esa colisión, aunque finjan ahogar su melancolía en la metáfora de David y Goliat.
Y aquí es donde entra en escena el supuesto maquinista del tren del Estado, y decimos supuesto porque al no ser el Estado en este proceso ningún tren, el maquinista (Rajoy) viene a ser un fatasma.
A él le han acusado los secesionistas no sólo de querer arrollar el legítimo tren de la independencia, sino que lo culpan, al propio Rajoy y a todo el Estado, de no haber detenido este mismo tren a tiempo (“de habernos advertido el Tribunal Constitucional de las consecuencias de un referéndum, este no se habría celebrado”, han declarado Artur Mas, Homs y compañía en sede judicial, lo que no les ha impedido proclamar a la salida ante sus secuaces que “volverían a convocarlo”). leo as hace unas horas t las venier obst lo que se interponga a su pasorir (resistirones de catalanes que no lo son. Est las vene
La creencia de que Rajoy ha sido y es un estorbo para cualquier solución es un éxito de la propaganda independentista que comparten hoy muchos medios de comunicación no independentistas, la oposición, la práctica totalidad de los catalanes y una considerable mayoría de españoles. Y es cierto, Rajoy es reponsable en parte, pero no en mayor medida que la no menos indolente sociedad en su conjunto. Si Rajoy y todos los demás hubiéramos defendido la Constitución (algo que no tiene la menor relación con el diálogo político), no estaríamos en este punto. Pero muchos han creído, desde los primeros gobiernos democráticos hasta el último, desde el gran o pequeño empresario al último de sus empleados, junto a intelectuales, profesionales y demás, que las cosas acabarían arreglándose solas y que los secesionistas llevarían su tren de forma sosegada a una vía muerta, y con esa frivolidad propia de las sociedades irresponsables se ha buscado a quién echar la culpa. Rajoy cree injusto el sambenito, ese disfraz de don Tancredo que le han puesto, pero lo cierto es que no interpreta mal ese papel: hasta veinte veces manifestó que el referéndum del 9N no se celebraría, y cuando se estaba celebrando y aun después, trató de hacernos creer que había sido poco menos que un pícnic, lo cual, dicho sea de paso, les ha proporcionado a los imputados la línea argumental de su defensa: “si el Estado (Rajoy) decía que era un pícnic, ¿de qué se nos acusa?”.
¿Pero en esta opereta no hay un solo justo? Desde luego que sí, ha habido algunos pocos, en Cataluña varios, que han tratado de asaltar la locomotora y detener al maquinista loco, pero se les han echado encima no sólo los fogoneros, sino muchos pasajeros, los famosos voluntarios, con comportamientos sociales a menudo de jauría humana de guante blanco. A las nueve de la mañana del mismo 9 de noviembre, en cuanto se abrieron los colegios electorales,  UPyD pidió en un juzgado que se detuviera la consulta. El fiscal lo desestimó por no saber a esa hora, dijo, quién convocaba aquello… y volvió a desestimarlo a mediodía, cuando un Mas ebrio de triunfo apareció por televisión jactándose de ser el único responsable de aquella martingala, al tiempo que retaba a la fiscalía: “la manga riega, que aquí no llega”. Aquel fiscal es, en uno de esos giros que sólo tienen cabida en la ficción, el mismo que ha tocado a Mas en el juicio que se ha seguido contra él por los sucesos del 9N.
Y aquí estamos. Si en Cataluña no se hubieran conculcado o aborrecido derechos constitucionales desde hace treinta años en materia de lengua, educación y propaganda ni transigido con victimaciones políticas de ningún género, ni las corruptas de Pujol, ni las insensatas de Montilla, y se hubiera recordado a los españoles que en un Estado de derecho la falta de libertad e igualdad es lesiva para todos, no estaríamos aquí. Si el Estado hubiera sido la mitad de beligerante que han sido los gobiernos nacionalistas catalanes, si hubiese sido la mitad de leal para consigo mismo de lo que esos gobiernos han sido desleales con él, no estaríamos aquí. Si los demócratas hubieran defendido sus derechos constitucionales con la mitad de brío que han puesto los independentistas en atropellarlos, no estaríamos tampoco aquí.
El tren circula ya a la mayor velocidad, fuera de control. Van en él dos millones (dicen) de independentistas y llevan como rehenes a otros cuatro millones de catalanes. Embestirá los topes (la Constitución) a mil por hora, saltará a los andenes, en una balumba horrísona, y se llevará por delante todo lo que encuentre a su paso hasta que las leyes físicas acaben por reducirlo a la completa y espantosa quietud, en medio de un silencio atronador. Algunos miembros de la Cup (al grito de “¡Fuera topes!”)  han manifestado que ellos están “dispuestos a todo”, y viven ya anticipadamente ilusionados ese momento. 
Mientras la fiesta continúa (en Madrid Mas anunciaba “una tercera vía”, y dos días después en el País Vasco sólo una: la independencia), el pálpito de que finalmente nada grave sucederá, es general. Incluso se nos viene diciendo de un tiempo a esta parte que muchos independentistas dan por concluida la martingala esquizoide. ¿Tienen algún fundamento tales impresiones, tales barruntos? Sí, parecido al que daba por “imposible de todo punto” el triunfo de Trump el mismo día en que aquel se estaba produciendo.

Publicado en El País el 4 de marzo de 2017