26 mars 2014

¿Leer, vivir?


¿LEER, vivir? Muchas veces a lo largo de su vida y a lo largo de estas páginas se preguntará lo mismo Azorín: ¿Deja de vivir quien lee, deja de leer quien vive?
Leer es vivir, y no hay vida que se precie de verdadera y plena sin libros. Por tanto, sí, no leer o vivir, sino más bien leer y vivir.
Hace cincuenta años no era infrecuente en España esa escena en la que un adulto sorprendía a un niño abismado en la lectura de un libro, y le decía, acaso sólo por el gusto de interrumpírsela o por la impaciencia de verlo disfrutando con algo que a él, adulto, le resultaba extraño: “Chico, haz algo”.
El índice de analfabetos en España cuando Azorín nació, 40%, era muy superior al de ese tiempo de posguerra que acabamos de evocar. Y sin embargo no era infrecuente hasta 1936 que los pedagogos inculcaran en sus pupilos el amor por los libros, por la lectura. Lo cuenta el mismo Azorín en sus memorias levantinas. Guarda por ello infinita gratitud a su padre, también a los frailes con los que estuvo ocho años interno, y a uno en especial, su "preceptor dilecto".
Y de libros y lecturas trata este que ha ido a cosechar en los oceánicos escritos de Azorín el profesor Francisco Fuster. Démosle las gracias, y a su editor.
Era éste un libro necesario y es un libro delicioso, claro que sólo para los happy few que saben que hay pocas y mejores cosas que hacer en esta vida que leer, y que quien lee suele hacer por el mundo más y mejor que quien no lee, pues a la mayoría de nosotros no nos es dado otro modo de mejorarlo que leer libros y tratar de volverlo así más delicado y sutil.
“Leer y tornar a leer. No hay más remedio. Ese es mi sino”, nos confiesa Azorín. Se diría que ese “no hay más remedio” rezuma fatalidad. No se crea. Es sólo gratitud, es más bien un “por suerte ese es mi sino”.
Todo en Azorín adquiere categoría de confesión, todo en él queda inscrito en el ámbito de la intimidad y las suyas son siempre confesiones de un pequeño filósofo. Este librito está llena de ellas. Incluso cuando escribe artículos de costumbres nos da su corazón al desnudo. Sólo hay que saber leer en él.
Encontraremos aquí algunos de estos artículos costumbristas. Las costumbres de los libreros de viejo, eternas, y las costumbres un tanto extravagantes de los libreros de nuevo de su juventud, las costumbres de los impresores (preciosa estampa la de esa imprentilla en un barrio viejo de Madrid) o las de los editores antes de la guerra, franceses o españoles, y, claro, las costumbres inveteradas de los lectores de todas lunas, sus manías y fobias. Muchas de las costumbres de entonces, un siglo después, nos hacen sonreír: qué poco hemos cambiado, a vueltas todavía con el número de los que leen o dejan de leer, de lo que ha de darse a leer a un niño o del mejor modo de leer. Otras nos parecen propias de edades doradas, mitológicas: ah, recuerda él, aquellos años en los que se compraba, por unas monedas, en la Cuesta de Moyano, la primera edición del Fausto de Goethe (que regaló a Ortega y Gasset), o en la librería de Rico La Historia de Port Royal, de Pedro Racine, o en el Rastro tal o cual maravilla… Basta, decimos nosotros, où sont les neiges d’antan.
Pese a la procedencia heterogénea de estos artículos y prólogos, escritos a lo largo de sesenta años, se diría que forman un todo armónico, quiero decir que Fuster ha escrito otro libro más de Azorín, uno de los más curiosos y personales suyos. Pues, sí, hay algo en el conjunto que nos recuerda a un autorretrato.
Descubrimos en él, desde luego, a un lector compulsivo que leyó mucho de lo que cayó en sus manos, pero también a ese escritor metódico que no dejó de escribir con puntillismo ejemplar. Al quinto punto de su conocido fraseo ya anda uno embebido en el engaño, como en una fábula.
Ocupémonos del lector. De joven leyó Azorín como los jóvenes, y cuando se hizo viejo, como leen los ancianos: “El joven lo lee todo y de todo aprovecha poco. El anciano lee poco y de lo poco le aprovecha todo. Con la edad las lecturas se van reduciendo. Decía un filósofo que lo grave es saber no lo que se ha de leer, sino lo que “no” ha de ser leído”.
¿Y el escritor? De buena parte de lo que leyó nos ha dejado sus impresiones. No ha habido en todo el siglo XX un crítico tan fino como él, si entendemos por crítico aquel que va prendiendo en sus lectores la curiosidad y el entusiasmo. No el que quiere lucirse, sino quien da un paso atrás y deja hablar al verdadero protagonista, el autor de ese libro del que se ocupa. Impagable encontramos esa lista de sus cien libros de cabecera, las generosas inclusiones, las exclusiones significativas. Su criterio para leer es claro: “Nada hay que se parezca más a lo antiguo que lo verdaderamente nuevo. Nada hay tan parecido a lo nuevo como lo verdaderamente malo”, dirá, y con esa lección podría uno conducirse por la vida sin temor a equivocarse.
En sus páginas sobre los libros de otros, descubrimos lo que piensa Azorín que han de ser los libros, al menos los que él busca, también sin declararlo, los que él querría escribir: criaturas vivas. Lo dice él mucho mejor que lo pueda decir yo: “Los libros chicos, sobre todo –más que los infolios de biblioteca– eran como seres vivos, orgánicos, que nos asistían, nos acompañaban en los viajes, sufrían nuestros enojos, se alegraban de nuestros contentos, agradecían, en fin, que después de la jornada, los colocáramos en una mesita, par a un búcaro con flores”.
Recuerdo haber leído hace años, dónde, unas líneas de Azorín en las que hablaba acaso de los Jardinillos que cuidó JRJ para el editor Jiménez Fraud, ¿o eran de los libritos de Calleja, que también cuidó JRJ y entre los que Azorín tiene unas Páginas escogidas, o tal vez fue a propósito de aquella pequeña colección de La Lectura donde apareció, junto a Las florecillas de San Francisco, Platero y yo? No recuerdo dónde, y ya lo siento, amigos editores, porque me habría gustado citarlas aquí tal como él las escribió.
Sí recuerdo que hablaba en ellas del amor que despertaban en él los libros pequeños, pequeñitos decía, exquisitos pero no ostentosos (¿puede ser de otro modo?), sobrios, con papel blanco y tipos escogidos. Parecía estar hablando allí no Azorín, sino Francisco Giner, el maravilloso pedagogo que supo inculcar en los pupilos de su Institución Libre el amor por los libros, por la lectura, el sosiego y la tolerancia.
Tienes en las manos, lector, un libro precioso, un pequeño tesoro. Tesoro del pajarero, se titulaba aquel manual clásico que hablaba a los amantes de las aves de cómo cuidarlas, amarlas, favorecerlas. Tesoro del amante de los libros podría titularse este (no sé por qué, encuentra uno un raro parecido entre la palabra bibliómano y bibliópata, antipáticas ambas). En ningún otro confirmarás con mayor puntualidad el viejo adagio: “El que comienza un libro es discípulo de quien lo acaba”. 
    [Prólogo de Libros, buquinistas y bibliotecas, de Azorín. Edición de Francisco Fuster. Ediciones Fórcola, 2014]

5 commentaires:

  1. ¿Leer, vivir?
    ¡Qué infortunio!
    Leer, vivir, tal vez soñar.

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  2. “HERMANDAD

    Homenaje a Claudio Ptolomeo

    Soy hombre: duro poco
    y es enorme la noche.
    Pero miro hacia arriba:
    las estrellas escriben.
    Sin entender comprendo:
    también soy escritura
    y en este mismo instante
    alguien me deletrea.”

    OCTAVIO PAZ (1914-1998)

    (Quien de verdad lee y escribe es en realidad un loco sindiós, físico y químico bioinformático. Nos lee y escribe sin parar desde hace ya bastante tiempo. Pero hay quienes opinan lo contrario: que al no saber leer ni escribir, para no aburrirse hace punto de doble hebra todo el rato.)

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  3. ¿ a quien leen ? , leerán a Azorin supongo.

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  4. A propósito de los libros, o mejor de los autores, Azorín dice en un artículo titulado "Homero en el Louvre" de su libro "Españoles en Paris":
    "¿Para qué leer tanto y tanto librito mediocre? ¿Para qué malgastar el tiempo repasando repeticiones y repeticiones? Las grandes figuras bíblicas u odiseicas nos llaman. Vayamos a ellas. Reposémonos en ellas. Gocemos, dulce y calladamente de ellas".
    No hay como un buen consejo y este de Azorín está lleno de sabiduría.

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  5. A este sabroso prólogo le pasa como a los buenos aperitivos, que luego la comida puede decepcionar.
    Un mes de marzo, y también frente al congreso, un bachiller de dieciséis años asistía a una solemne ceremonia que añadía pompa al entierro de Azorín. Perdido en una selva de negro riguroso y bigotes aún fascistas inauguró su larga serie de homenajes espontáneos que hoy recuerda con el orgullo de quien no sucumbe a la pereza si la emoción se pone en marcha.

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